Las farolas de Jerte tienen frío
La zona era un valle poderoso, de garganta sonora y cuajado de árboles que seguían dormidos del largo invierno, afiladas ramas desnudas saludaban a los habitantes y curiosos de la zona. Era un lugar cargado de ancestrales tradiciones, con referencias a la agricultura de la zona allá donde uno pudiera mirar, pues son sus famosas cerezas y sus dulces picotas sus mejores embajadores. Era tarde, caía el sol al final del valle y el frío procedente de las nevadas cumbres vecinas anunciaba una noche llena de viento, mientras que unas pesadas nubes oscuras como el fondo del océano lentamente eran empujadas desde otros valles hacia este que reclamaba su presencia como parte del ritual primaveral.
En el pueblo las luces de las casas anunciaban la poca vida que existía, pues la calle principal estaba vacía y sus únicos habitantes eran las estoicas farolas que brillaban con todas sus fuerzas, aunque estas parecieran escasas. Las farolas de la calle también sentían ese frío y se abrigaban con mantas para tratar de resistir su vigilia una noche más, aguardando la mañana con la esperanza de que aquellas nubes visitantes y el viento helado continuaran su peregrinaje hacia otros rincones. En Jerte esa noche hacía frío, y las farolas también lo sintieron. Los demás, tratamos de pasar la noche junto al fuego encendido al cobijo del hogar, olvidando la tarea de aquellas vigilantes de hierro que alejaban la oscuridad con sus luces.
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